domingo, 2 de noviembre de 2008

Parasha Lej Leja

Abraham tiene la virtud más importante: obedece puntualmente las órdenes que D’s le da sin objetar. Esa fidelidad inquebrantable a la voluntad divina le permitirá ser el padre de una multitud de naciones (אַב-הֲמוֹן גּוֹיִם נְתַתִּיךָ). Hoy, en retrospectiva, la mayor parte de la humanidad sostiene, con matices y bemoles, la creencia fundamental de Abraham: un D’s único, todopoderoso, eterno y invisible.

Abraham es merecedor de la mayor de las bendiciones divinas, pero con la misma retrospectiva bajo la cual admiramos el esparcimiento universal de su firme convicción monoteísta “como las estrellas del cielo”, él está lejos de ser perfecto a los ojos meramente humanos. En especial, se trata de un espécimen detestable si se trata de juzgarlo como esposo – reitero, con la mirada actual de las obligaciones conyugales -.

Que nos dicen nuestros ojos humanos: la lleva a Sara a Egipto – una mala decisión -; es lo suficientemente inteligente como para saber lo que hará el Faraón con ella y, a pesar de eso, sigue adelante y le pide que diga que es su hermano para ser bien tratado por el monarca egipcio. No parece sentir mucho remordimiento sabiendo a Sara convertida en la amante del Faraón – ni que hablemos arriesgar su vida para rescatarla del harem en el cual estará seguramente sometida contra su voluntad -. Es D’s y no Abraham quien castiga al Faraón por haber tomado a Sara por esposa, produciendo la primera salida traumática del pueblo judío de Egipto (a todo esto, notemos que los egipcios son duros para entender que no es una buena idea tratar de someter a los judíos, como lo demostrarán los eventos ulteriores y otros más recientes).

Volvamos a Abraham. Su matrimonio con Sara sobrevive milagrosamente a la aventura egipcia – sería mucho más difícil para una pareja actual, aún sin hijos como ellos -. Es infeliz, Sara se apiada de él y le ofrece a Agar. Otra vez falto de criterio, Abraham acepta la oferta sin hesitar e impregna a la esclava. Luego veremos, en la parashá siguiente, cómo continúa sin resistir las decisiones erróneas de Sara, expulsando a Agar y a su hijo Ismael (decisión cuya iniquidad aún recuerdan sus descendientes, como también lo demostrarán los eventos ulteriores y en particular otros más recientes).

Abraham es perfecto siguiendo las órdenes divinas, es menos perfecto obedeciendo ciegamente las proposiciones de Sara y aún menos encomendable en algunas de sus propias y desafortunadas iniciativas. Por tener una fe inquebrantable y una voluntad incondicional de realizar la voluntad de D’s, a pesar de ser imperfecto en los demás aspectos de su vida, Abraham obtiene las mayores bendiciones del género humano; incluyendo el convertirse en el origen de la felicidad de todas las familias de la humanidad (וְנִבְרְכוּ בְךָ, כֹּל מִשְׁפְּחֹת הָאֲדָמָה).

Eso es lo que rescatamos de Abraham y de la parashá: si el más afortunado, el más bendecido de todos los hombres del género humano era imperfecto y aún así encontró el modo de llevar a cabo hasta sus últimas consecuencias aquello en lo que creía, aquellos que son más perfectos, maridos fieles y defensores de sus esposas, hombres prudentes que no correrían el riesgo de que sus esposas sean ultrajadas, menos aún de concebir un hijo con otra, o incluso que saben decir que no a sus mujeres, a todos esos seres humanos normales, casi banales, con menos miedos, les tendría que ser más fácil equiparar sus acciones con sus principios, tener el valor de llevarlos a cabo.

Abraham es el hombre más humilde que crea una humanidad monoteísta y, en lugar de dejar a sus descendientes una imagen falsa de perfección y de coraje sobrehumano, se muestra tal como es, sabiendo que si los hijos de los hijos de sus hijos y hasta la última generación son un poco más perfectos, recuerdan que el fundador de todos ellos tenía debilidades, no dirán que no cumplen con esto o con aquello simplemente porque no son tan perfectos como Abraham y, por el contrario, sabrán que ser dignos descendientes de Abraham no es, después de todo, una tarea tan difícil.